La partida del olvido

Por: Pablo Luís Duarte Borges (@pabludu)

Creí que te reconocía.

Esa marcha me pareció de alguna forma que traía algo más que el cansancio de mi cuerpo, como esos momentos en que automáticamente seguimos un proceso, como autómatas dejados por el destino, sin ver el sentido aparente de la realidad.

Así me sentía cuando te acaricie. No te piso porque te siento, porque eres tanto mía como de muchos otros. O eso pensaba.

Mis pasos se borraban en el odio, no era uno más, la fauna ya se había instaurado en la zona, esa de que tanto escribí, de que tanto leí, de que tanto escuche.

Las palabras son dejadas, el recuerdo se difumina y los rostros se vuelven uno en el recelo del venir y de un nuevo futuro que esta a segundos de nuestro transitar.

No es miedo, no es temor, es esa aprehensión por no verte así, por no ver a eso que tan lejano quedo en el recuerdo y que tanto amamos, y verlo en pedazos, en trozos inimaginables de terrores instaurados por la respuesta a la decidía, a la dejadez.

Los pasos se desdibujan en el asfalto, y nos encontramos en rostros ajenos y comunes, rostros repetidos en un loop de cargas explosivas, barriles fulminantes tintados con alcoholes que endurecen la carga.

Allí sigues, mientras te repartes riquezas de rabias y barbaries, descubriendo de lo que eres capaz mientras a tus pies las calles se pudren en la ignorancia de la batalla, una guerra sin tregua que convierte a hombres en niños, y niños en hombres, y hombres en tu prójimo, y el prójimo envuelto en el anonimato de la fobia, todos tomados por la misma fuerza de odio y manejados por la tristeza de la realidad.

Y los pasos continúan en la bruma incandescente, de un sol inclemente y gris que se esconde por la vergüenza, por el miedo de convertirse en cómplice, y se aleja de momento entre las nubes, gritando ensorcedidamente por el asfalto perdido.

El camino se hace más largo de lo recordado, mientras las manos se esconden en los bolsillos, aferrándose a recuerdos de otrora pasado y futuro, vendido y mercadeado por vapores que te ocultan de ti misma, maquillándote y ocultándote por los momentos de quien fuiste.

Tu recuerdo es lo que queda mientras tratamos de recuperarte entre el abandono vigente, con cada paso dejando una estela para luchar contra el momento y buscar la forma de encontrarte como a nosotros mismos en el olvido.

¿Te fijaste en lo bien que huele la mañana?

Por: Vanessa Adrianza Utrera (@Vadrianza)

¿Te fijaste en lo bien que huele la mañana? Está llena de aromas sobrenaturales, consecuentes con tus sentimientos, con lo que cabalga en tus entrañas. Era de esperarse que las emociones hicieran acopio en tu receptáculo de músculos y alma.

Allí en dónde los lirios dejan atisbos de su delicioso aroma te encuentras, alimentando tu espectro ahora muy multicolor, floreciente, alegre y vivaz. Era de esperarse, sabías que iba a suceder solo que tu tiempo no era el de él, debía ser con el compás del indicado.
En los vastos campos rodeados de frutales de la vida estás, y no sabes que fruto tomar, no te preocupes, tus instintos –ahora diferentes- te llevarán por el mejor camino que pueda existir.

Desiste de cuanto te ha causado dolor, no merece la pena, ahógate en las playas de arenas blancas, palmeras frondosas y suspicaces aguas llenas de vibrantes colores, colores para ti y para tu alma. Sustituye el dolor con esto y revierte el daño, úsalo como arma, y explota con la vida.

¿Te fijaste en lo bien que huele la tarde? Es que los matices de fragancias te llevan a enfocar tu percepción en lo sutil de su toque, te lo dije, te sentirías genial, renovada, acompasada con su alma. Tal vez pronto, tal vez no. No te preocupes, todo fluye como un manantial en primavera. Perfecto.

Claman por ti, por tus desdeñadas maniobras evasivas que, al final, te llevan por buen camino. Sí, lo sabes, es el buen camino, porque lo sientes en cada terminación nerviosa mientras estás en su presencia, lo divertido es que en su ausencia también lo percibes así.

Es el equilibrio de tu sistema solar, finalmente, lo mereces, repítelo una y otra vez, hasta que lo creas. Te entiendo, el cambio no puede ser abrupto, hay tanto que reparar pero, asúmelo, hay mucho más por lo que luchar.

¿Te fijaste en lo bien que huele la noche? Ya no respiras solo la oscuridad de ella, tomas el efluvio divino que de ésta se produce. Caminas danzando con la luna, con la bruma, la neblina, la lozanía de una cúpula abierta estrellada, dicotómica como siempre, esperanzada como nunca.

¿Te fijaste en lo bien que huele tu vida? Quédate allí respirando hondo y drógate con el presente, solo tú puedes hacerlo, empápate de todo lo que te fortalezca, y si él te rejuvenece, empápate con él.

¿Te fijaste?

Cementerios de papel

Por: Pablo Luís Duarte Borges (@pabludu)

Los días pasaban, y mi deseo por ir a ese espacio recurrente, que una vez al año se crecía sobre plazas furtivas, disminuía.

El festival prometía de alguna manera llenarme de libros repetidos y capaz de alguno que otro nuevo en mis manos. Los precios sostenibles por la economía personal era el pasado, los comentarios que venía oyendo de algunas personas en encuentros personales pronosticaban que el gasto se incrementaría brutalmente.

La eterna manía de dejar todo a última hora justificó que me acercará al último día, un último momento, con un sol dominical mortal de esos que queman las iniciativas, de esos que llenan de dudas en el seguir caminando con el sudor en las comisuras.

Algunos mensajes de texto proclamaban que la ida seria infructuosa por una de esas manifestaciones esporádicas en el tiempo, marcadas por sentimientos encontrados con la problemática nacional, justificados o no, maltratando lo poco que queda de una ciudad que reside en la paranoia.

Desde lejos, el ambiente se tornaba marcado por esa esencia de meses pasados cuando sabias que algo iba a pasar, o que estabas caminando en un asfalto bañado de sacrificios subjetivos, con bombas, palos, lagrimas y gritos eufóricos de parte y parte.

La feria había terminado para mí antes de pisar sus espacios, los pocos stands que se encontraban abiertos albergaban a aquellos que decidían quedarse llenándolos, mientras la mayoría escondía sus materiales bajo la promesa de una pronta apertura, que algunos cumplirían por pocas horas.

Una vuelta por la feria, me remitió a un deja vu literario, donde lo único que llamo mi atención fueron los cementerios orgánicos que recubrían espacios de la plaza, mientras sus arquitectos cómodamente los defendían de los ojos vigilantes de una fuerza de seguridad que los observaba de lejos, esperando sus movimientos.

Un año más de satisfacciones perdidas.

Querencias

Por: Vanessa Adrianza Utrera (@Vadrianza)

Allí, impávida, neutral, esperando, aclamando, susurrando, desierta de certezas.

Allí camina con el corazón estragado y esperanzado, riñendo con la pesadez que causa un caminar sin respiro, sin oportunidad de parar y buscar un nuevo trazo, trayecto o destino.

Es que el destino vino con ella, abrazándola hasta ahogarla, asfixiarla, acabarla, convirtiéndola en una yuxtaposición de deseos terciarios, amalgamados en una conciencia que poco deja para ella y mucho entrega a los demás.

Las querencias la han hecho perder de vista el timón, aquel que enclaustrado en el timonel debe resultar en un pulular de gratas y positivas apreciaciones de sí antes de fijarse en la miseria de los demás. Sin rumbo marcado, con la deriva de compañía, asiente a direcciones inconsistentes que maltratan su ya maltrecha existencia.

¿Culpables o culpable? Siempre es de ávidos mentales revisar el interior propio antes de querer psicoanalizar los efectos intempestivos que otros han marcado en cada rastro de piel, de materia gris, del alma misma.
Y si, está acostumbrada a dar y no recibir, desde que recuerda recuerdos, así ha sido.

Agradar a otros, precisar la alegría más profunda de los demás, impulsar el grato sentimiento de amor propio en quienes la rodean, mientras que ella se baña en la mierda que ha permitido le sea arrojada encima y en cada punto cardinal al que da paso para avanzar.

¿Y ahora qué? Yérguete de nuevo, sin pesares y camina, como siempre lo has hecho, pero recuerda, la mierda hiede y es por ello que todos se alejan de ella.

Sacúdetela porque al fin y al cabo, no naciste con ella ni de ella.

En los rincones de Vallejo

Por: Pablo Luís Duarte Borges (@pabludu)

En esta noche pluviosa,
ya lejos de ambos dos, salto de pronto…
Son dos puertas abriéndose cerrándose,
dos puertas que al viento van y vienen
sombra a sombra.

César Vallejo (En el rincón aquel)

Cesar Vallejo se llena de agua.

Cada gota cubre las letras pertenecientes a una antología incompleta, mientras los dedos de su portador tratan de seguir su velocidad creativa.

Sus dedos siguen las palabras, repitiéndolas en voz alta, equivocadas ante la falta de luz perteneciente a la naturaleza inherente de la noche.

Se suman más, apegados a los cuerpos, refugiándose de la noche y la inclemente lluvia, reclamando esos poemas en voz alta, equivocados poemas, improvisados poemas.

El interés de los primeros tres se diluye como azúcar, ante la tormenta anunciada desde tempranas horas.

Mientras se resguardan, piensan en el cómo se irán, ocultándose inexpertamente de las gotas, pensando en ir al Metro corriendo y aprovechando que ya los ánimos se apaciguaron y esa ruta por hoy, estaba acabada.

La ruta nocturna es la opción de salida, extemporánea, sorpresiva, llena del acaba trapismo característico de las actitudes pre púberes permitidas y criticadas.

La temática se siente desde la salida del subterráneo, donde se anuncia su contexto alojado en rollos de 35 mm, celebrando un primer intento de festival de cine que abrió nuevos espacios, y dio luz  a viejos alojados en la historia de una ciudad que le dijo adiós hace mucho tiempo, saludando y alojándose en centros comerciales para ver cine y despidiéndose de los viejos teatros, egoístamente dejando sus estructuras, tal cual esqueletos de dinosaurios desnudos y burlándose de la historia.

Vallejo continua gritando, hasta momentos instantáneos después, cuando Creep suena muy al fondo en una tarima que se niega a derretirse en el asfalto, reconocible por los riff de Greenwood y el tono de Yorke, y distrae a su ultima lectora, capaz la única que lo lea en el mundo en ese momento, capaz la única que lo lea bajo la lluvia en ese momento, y que voltea y solo vocifera esa canción que seguro se dio a conocer cuando nació, que no le pertenece ni le corre por los genes, pero que la hace suya como las palabras del poeta.

Sus letras, en esa antología añejada, babean tinta invisible, es hora de cerrar el libro, aceptando el futuro de la lluvia.

Una esencia atípica

Por: Vanessa Adrianza Utrera (@Vadrianza)

Revolotea y revolotea, brinca y salta, canta y calla, sonríe y deja a un lado la alegría, sube y baja.

Así era Lucía… una pequeña mujer que divagaba entre las líneas trazadas de la vida, sucumbía ante las tentativas de la esperanza y se exaltaba con cada mirada regalada a su impertérrita gestualidad.

Caminaba sin rumbo fijo. Aniquilaba alegrías y fijaba sonrisas en rostros cuasi normales, según sus estereotipos. Iba por la vida con un pensamiento dicotómico, denotativo y connotativo, real y surreal. Cantaba mientras lloraba su alma, procurando felicidad mientras fallecía de tristeza. Era una mujer pura y también sucia.

Luchaba por encontrar sentido en lo inocuo, se perdía sin remedio en los caminos más insólitos, saturaba su cerebro con reglas y moría por romper más de una de ellas.

¡Allí va Lucía!, decían, allí va danzando con su engominada altivez, allí va socavando los mosaicos que garabatean atisbos de inocencia en impuros.

¡Esa, esa que va allí, esa es Lucía!, es aquella que lava su alma con rocíos de agua de lirios, esos que en los campos adornan vastas extensiones de pura belleza, es quien al pasar por los rosales, marchita cada flor ya retoñada y fulmina a la naciente.

¡Camina Lucía! se decía, apura el paso para que encuentres el éxtasis supremo, camina con paso redoblado y constante, ocupa el lugar merecido, retoma en tu espíritu el fundamento de la vida.

No desistas, no te entregues, no patees tus sueños y desgarres tus alas, no decaigas. Olvida lo pasado, no te ates a él, escúpelo si quieres pero deslástrate de él.

Lucía se mecía en un columpio mientras los años, benditos años implacables, la timaban y violaban todo su ser. Ella seguía cantando, seguía alegrando y seguía llorando. ¡Pobre lucía!, decían con el paso de los lustros. El frescor de su tez se esfumaba, la nitidez de su mirada se escapaba y su sonrisa, ultrajada por la desesperanza, estaba apabullada y convertida en una línea recta, básica, frustrada.

Esa, esa que está allí, esa ya no es Lucía, es solo el cadáver que dejaron en una mecedora de mimbre. Ella fue un disgusto de la vida, fue el desequilibrio que se necesita para mantener el equilibrio. Fue el magenta, el blanco y el negro, fue mucho y poco, fue el amor y el odio, el alivio y la angustia.

Lucía fue bella, fue un trozo de luz de El Grande, y fue, tan simple y tan complejo como se lee, humana.

PD: (estas líneas crónicas comprimen un sentimiento personal)

Un poco de Leila

Por: Pablo Luís Duarte Borges (@pabludu)

Caracas es una ciudad de letras, escritas a partir de la nocturnidad del comienzo de un vacio físico.

Siguiendo la marcha de las horas, la ciudad busca desalojar los pasos de la mayoría de sus transeúntes de oficios, para solo quedarse con el ligero tacto de aquellos que la buscan cuando baja la luz.

En algunos espacios reducidos, llamémoslos locales, a partir de estas horas se sirven palabras para soñar la ciudad luego de su partida, elucubrando desde temprano sin llegar al reposo.

Los encuentros se vuelven rutinas en una ciudad apagada por la violencia, que vive en silencio intermitente por los arriesgados que sueñan tomarla de nuevo.

Una noche más, una tercera noche, una primera vez. Una vez más Leila irrumpe en la noche con sus letras.

Sus palabras extranjeras, conocidas en dialecto común, son exhibidas en demasía a través de sus movimientos gestuales, explicando a los atrevidos el objeto de su visita, que podría resumirse en lograr estas nuevas palabras, u otras que rellenaran espacios en medios.

El espacio se lleno desde temprano, asombrando por una congestión de rostros conocidos esperando, solo esperando.

La discusión se torno entre esos elementos diarios que ayudan a escribir, y elementos diarios que no ayudan a escribir.

Leila confecciona un dialogo seguro, capaz repetido en distintas oportunidades mientras preguntas obvias se lanzan de bocas atrevidas y prepotentes, mezclando la leche con la chicha, esperando convertirse en la musa de una musa.

Recuerda como la tristeza la ayuda, como el pensar sólo la ayuda, los ejercicios físicos la ayudan, todo esto es una ayuda que permite codificar el mundo tal como lo conocemos, aceptando a una realidad fascinante como inspiración para llenar los espacios en blanco y solo escribir.

Antes de que la charla se convierta en usos comunes de los finales de las charlas en esa ciudad llamada Caracas, donde la política y prejuicios mueven nuestras conversaciones, antes de que esto se avecinara, la ciudad acoge de nuevo los pasos, en una salida oportuna a la noche, a conseguirse a la calle nuevamente, pensando y transitando en esas palabras que circularon por su largo cabello enrulado, enredadas en esos nichos de aires encapsulados en aeropuertos, hoteles, y reuniones de halagos  repetidos.

La noche se despide de Leila, Caracas se despide una vez más en una noche que nos sigue perteneciendo.

Semántica de un júbilo tormentoso

Por: Vanessa Adrianza Utrera (@Vadrianza)

…Yo contaba con ello, imaginaba que se haría realidad, que era posible lograrlo, que mi pensamiento se materializaría y conseguiría aferrarme a él. No logré comprender como cada instante, por pequeño que resultó, sepultó la posibilidad de sostenerlo, abrazarlo, protegerlo.

El día que se asomaba por la ventana de mi habitación se mostraba insuperable. El sol era fuerte pero la temperatura baja, lo que se traducía en un frescor incomparable que energizaba cada partícula de mi cuerpo.

A eso de las 7:00 am emprendí mi viaje al trabajo teniendo la certeza de que no existiría nada que pudiese trastocar aquel día perfecto, vigorizante, altamente esperanzador.

Me resultó en exceso gratificante la percepción que raramente pululaba en mí y me permitía ver la bondad en cada rostro, la alegría en cada persona, la sutileza de los burdos, la fortaleza de los ancianos, el cariño de las madres agobiadas por su trabajo no remunerado de 365 días al año, 24 horas diarias, sin vacaciones ni viáticos, lleno del amor más puro que pueda ser conceptualizado por cualquier letrado.

La naturaleza me embriagaba con su verdor, los árboles, apertrechados en sus pequeños espacios rodeados de cemento, me acunaban con los susurros que producía el viento en ellos, las partículas de polvo que se manifestaban ante mis ojos me hacían olvidar el astigmatismo que desde temprana edad me aqueja. Todo parecía increíblemente perfecto.

Mientras iba en el transporte público tuve un momento de introspección y, percibiendo aquel fulgor de la vida, me percaté de la crueldad no de la vida sino del hombre, quién sin importar qué, acaba concienzudamente con cada gota de pureza destinada a llenarnos de la más profunda paz y la más inusitada alegría, esa que cada día es más difícil de alcanzar.

Y fue allí cuando sucedió, apareció ante mí un abismo tan amenazante que convirtió en penumbra aquel día exuberante. Sentía que mi cabeza estaba cundida de abejas, mis manos ardían de una manera tan tormentosa que podría jurar que las había colocado sobre una plancha al rojo vivo.

Luego del estupor del choque, porque eso fue lo que sucedió, mis sentidos enloquecieron y se ralentizaron en un santiamén, y preferí desde el lugar más recóndito de mí ser que no se aclararan, empecé a entender cada dolor y cada sensación de mi cuerpo.

Una de las bases de un asiento había traspasado por completo mi cuerpo justo debajo de la costilla inferior izquierda. No existe escala de dolor que pueda medir el sufrimiento que acometía segundo tras segundo esa barra de hierro oxidado a mi ser.

Un hilo de sangre tibia brotaba sin cesar desde donde el metal había agujereado mi cuerpo. Las palmas de mis manos se encontraban bañadas de rojo carmesí por la fricción aplicada contra el asfalto, pues al volcarnos las ventanas estallaron y fui a dar en dónde antes había un vidrio.

Mi cabeza tenía una tiara llena de incrustaciones de cristal que me hacían semejarme más a Cristo en la cruz que a una princesa en su esplendor. Sobre mis piernas reposaban dos cuerpos sin vida. Uno de ellos era el de un hombre de mediana edad a cuyo torso le faltaba una gran porción de piel y músculos, dejando expuestas sus vísceras y un pedazo del pulmón derecho.

Ese hombre, minutos atrás, me había regalado la sonrisa más cálida, sincera y amable que jamás me hayan obsequiado en la vida. Sus manos, llenas de cayos por lo que asumo fue una vida dedicada a la construcción, aún sostenían una vianda envuelta en una bolsa plástica preparada seguro por quién ahora sería una viuda.

El otro cadáver era el de una señora de tercera edad. Ella había intentado acabar con la inagotable felicidad que instantes atrás se había desvanecido cuando se sentó a mi lado y, aplastando mi angosto cuerpo, había exigido que me arrimara o me parara del asiento. Una de esas personas que nunca falta, que procura su comodidad a costa de la de uno.

Su cabeza yacía al lado de su inerte cuerpo y sus ojos, aún abiertos, destellaban lamentos. Le faltaba un trozo de carne a uno de sus muslos en dónde la dermis, estirada por la edad, permeaba una gran cantidad de grasa subcutánea en proporciones totalmente desagradables.

El peroné y la tibia de la pierna izquierda de aquella vieja “dama” traspasaron la carne de su extremidad. Su pobre cuerpo, agolpado en una esquina de aquel inmundo autobús, se había vuelto añicos gracias al hombre borracho frente al volante del carro que impactó contra nuestra unidad.

Mi cuerpo estaba entumecido y, carente de sentido, bullía en cada nervio de mi organismo ese dolor recalcitrante, infame, intolerable, ese que me arrebataba la cordura y me llevaba a lugares nunca antes visitados.

Sin embargo, mi mente tuvo que concentrarse en una escena tan dolorosa que poco a poco me hizo olvidar el padecimiento. Un niño de unos tres años lloraba inconsolablemente aferrado al vientre de su madre. Ésta se ahogaba, se asfixiaba con el preciado líquido que le da vida a nuestros cuerpos.

La sangre fluía de su boca como un manantial extraído de un texto bíblico y convertido en plaga. Observé, según lo que mis ojos mojados de sangre y lágrimas me permitieron, cómo las manos de aquella mamá luchaban por sujetar a su pequeño.

Pocos minutos después perdieron la guerra y, tal como ella, quedaron inertes en la asquerosa unidad. Mi cerebro empezó a jugar a mi favor y a alentarme para poder pararme y llegar a él. El dolor era inimaginable pero la fuerza de voluntad me permitía poco a poco mover mi adolorido cuerpo.

Justo cuando logré enderezarme para poder tomar al pequeño, vi cómo su conciencia se esfumada por segundos, de su diminuta nariz y sus perfectas orejas empezaba a surgir sangre. Apuré mis movimientos al máximo y cuando finalmente tomé sus hombros, llegaron las arcadas y con ellas los espasmos de su minúsculo cuerpecito expulsando chorros carmesíes de líquido.

Cuando terminó de vomitar por tercera vez, cayó como un costal y allí, sin importar cuánto luché por llegar a él pereció, lleno de miedo y de dolor. De nada sirvió mi propio sufrimiento pues alcanzó el final de su corta existencia solo, sin nadie que le acompañara en el embarque final.

Solo unos instantes me hubiesen bastado para llegar a él, yo contaba con ello, imaginaba que se haría realidad, que era posible lograrlo, que mi pensamiento se materializaría y conseguiría aferrarme a él…