Por: Vanessa Adrianza Utrera (@Vadrianza)
…Yo contaba con ello, imaginaba que se haría realidad, que era posible lograrlo, que mi pensamiento se materializaría y conseguiría aferrarme a él. No logré comprender como cada instante, por pequeño que resultó, sepultó la posibilidad de sostenerlo, abrazarlo, protegerlo.
El día que se asomaba por la ventana de mi habitación se mostraba insuperable. El sol era fuerte pero la temperatura baja, lo que se traducía en un frescor incomparable que energizaba cada partícula de mi cuerpo.
A eso de las 7:00 am emprendí mi viaje al trabajo teniendo la certeza de que no existiría nada que pudiese trastocar aquel día perfecto, vigorizante, altamente esperanzador.
Me resultó en exceso gratificante la percepción que raramente pululaba en mí y me permitía ver la bondad en cada rostro, la alegría en cada persona, la sutileza de los burdos, la fortaleza de los ancianos, el cariño de las madres agobiadas por su trabajo no remunerado de 365 días al año, 24 horas diarias, sin vacaciones ni viáticos, lleno del amor más puro que pueda ser conceptualizado por cualquier letrado.
La naturaleza me embriagaba con su verdor, los árboles, apertrechados en sus pequeños espacios rodeados de cemento, me acunaban con los susurros que producía el viento en ellos, las partículas de polvo que se manifestaban ante mis ojos me hacían olvidar el astigmatismo que desde temprana edad me aqueja. Todo parecía increíblemente perfecto.
Mientras iba en el transporte público tuve un momento de introspección y, percibiendo aquel fulgor de la vida, me percaté de la crueldad no de la vida sino del hombre, quién sin importar qué, acaba concienzudamente con cada gota de pureza destinada a llenarnos de la más profunda paz y la más inusitada alegría, esa que cada día es más difícil de alcanzar.
Y fue allí cuando sucedió, apareció ante mí un abismo tan amenazante que convirtió en penumbra aquel día exuberante. Sentía que mi cabeza estaba cundida de abejas, mis manos ardían de una manera tan tormentosa que podría jurar que las había colocado sobre una plancha al rojo vivo.
Luego del estupor del choque, porque eso fue lo que sucedió, mis sentidos enloquecieron y se ralentizaron en un santiamén, y preferí desde el lugar más recóndito de mí ser que no se aclararan, empecé a entender cada dolor y cada sensación de mi cuerpo.
Una de las bases de un asiento había traspasado por completo mi cuerpo justo debajo de la costilla inferior izquierda. No existe escala de dolor que pueda medir el sufrimiento que acometía segundo tras segundo esa barra de hierro oxidado a mi ser.
Un hilo de sangre tibia brotaba sin cesar desde donde el metal había agujereado mi cuerpo. Las palmas de mis manos se encontraban bañadas de rojo carmesí por la fricción aplicada contra el asfalto, pues al volcarnos las ventanas estallaron y fui a dar en dónde antes había un vidrio.
Mi cabeza tenía una tiara llena de incrustaciones de cristal que me hacían semejarme más a Cristo en la cruz que a una princesa en su esplendor. Sobre mis piernas reposaban dos cuerpos sin vida. Uno de ellos era el de un hombre de mediana edad a cuyo torso le faltaba una gran porción de piel y músculos, dejando expuestas sus vísceras y un pedazo del pulmón derecho.
Ese hombre, minutos atrás, me había regalado la sonrisa más cálida, sincera y amable que jamás me hayan obsequiado en la vida. Sus manos, llenas de cayos por lo que asumo fue una vida dedicada a la construcción, aún sostenían una vianda envuelta en una bolsa plástica preparada seguro por quién ahora sería una viuda.
El otro cadáver era el de una señora de tercera edad. Ella había intentado acabar con la inagotable felicidad que instantes atrás se había desvanecido cuando se sentó a mi lado y, aplastando mi angosto cuerpo, había exigido que me arrimara o me parara del asiento. Una de esas personas que nunca falta, que procura su comodidad a costa de la de uno.
Su cabeza yacía al lado de su inerte cuerpo y sus ojos, aún abiertos, destellaban lamentos. Le faltaba un trozo de carne a uno de sus muslos en dónde la dermis, estirada por la edad, permeaba una gran cantidad de grasa subcutánea en proporciones totalmente desagradables.
El peroné y la tibia de la pierna izquierda de aquella vieja “dama” traspasaron la carne de su extremidad. Su pobre cuerpo, agolpado en una esquina de aquel inmundo autobús, se había vuelto añicos gracias al hombre borracho frente al volante del carro que impactó contra nuestra unidad.
Mi cuerpo estaba entumecido y, carente de sentido, bullía en cada nervio de mi organismo ese dolor recalcitrante, infame, intolerable, ese que me arrebataba la cordura y me llevaba a lugares nunca antes visitados.
Sin embargo, mi mente tuvo que concentrarse en una escena tan dolorosa que poco a poco me hizo olvidar el padecimiento. Un niño de unos tres años lloraba inconsolablemente aferrado al vientre de su madre. Ésta se ahogaba, se asfixiaba con el preciado líquido que le da vida a nuestros cuerpos.
La sangre fluía de su boca como un manantial extraído de un texto bíblico y convertido en plaga. Observé, según lo que mis ojos mojados de sangre y lágrimas me permitieron, cómo las manos de aquella mamá luchaban por sujetar a su pequeño.
Pocos minutos después perdieron la guerra y, tal como ella, quedaron inertes en la asquerosa unidad. Mi cerebro empezó a jugar a mi favor y a alentarme para poder pararme y llegar a él. El dolor era inimaginable pero la fuerza de voluntad me permitía poco a poco mover mi adolorido cuerpo.
Justo cuando logré enderezarme para poder tomar al pequeño, vi cómo su conciencia se esfumada por segundos, de su diminuta nariz y sus perfectas orejas empezaba a surgir sangre. Apuré mis movimientos al máximo y cuando finalmente tomé sus hombros, llegaron las arcadas y con ellas los espasmos de su minúsculo cuerpecito expulsando chorros carmesíes de líquido.
Cuando terminó de vomitar por tercera vez, cayó como un costal y allí, sin importar cuánto luché por llegar a él pereció, lleno de miedo y de dolor. De nada sirvió mi propio sufrimiento pues alcanzó el final de su corta existencia solo, sin nadie que le acompañara en el embarque final.
Solo unos instantes me hubiesen bastado para llegar a él, yo contaba con ello, imaginaba que se haría realidad, que era posible lograrlo, que mi pensamiento se materializaría y conseguiría aferrarme a él…